Ayer, cuando salí del Banamex que está cerca de mi casa, me subí al carro y arranqué de lo más normal, sólo para detenerme media cuadra más adelante: un pshhhhhhhhhhhhhhh me indicó que a una de las llantas de mi carro se le estaba escapando el aire, y de inmediato me detuve a ver qué estaba pasando.
En el momento en que me estacioné y salí del carro, empezó a llover.
Great, justo lo que me faltaba. Me asomé a ver qué pasaba con la llanta, y nada se veía fuera de lo normal, excepto por el hecho de que la llanta estaba sin aire.
Estuve unos minutos pensando en qué debía de hacer: llevarme el carro así como estaba a la vulcanizadora más cercana, o tratar yo de cambiar la llanta.
En el rato que estuve a un lado de mi carro, bajo la fina lluvia y pensando qué hacer, me di cuenta que la calle donde me había detenido -aunque era al interior de una colonia- tenía algo de tráfico. Pensé que en cualquier momento alguien podría detenerse a prestarme un poco de ayuda, porque la llanta ponchada estaba ahí, a la vista de quien pasara por la calle. Pero no, eso nunca pasó, y más bien caché a más de un conductor que al pasar a mi lado se volteaba hacia el lado opuesto: un sordeo de lo más vil. ¡Ya no hay caballeros en esta ciudad!
Por suerte, eso no me molestó mucho, porque yo tengo a mi propio caballero que me puede rescatar de mis apuros: mi súper bueno y fuerte esposo Pedro.
Lo malo es que en ese momento mi esposo estaba dormido en la casa, así que tuve que regresarme a mi casa caminando, despertar a mi esposo y pedirle que me rescatara de la inmovilidad automotriz.
Pedro, que es muy bueno, de buena gana se levantó, se pasó un peine por el cabello y me acompañó hasta el lugar donde había dejado el carro.
Rápidamente, y como todo un experto, primero quitó la copa de la llanta (que yo no supe cómo quitar cuando quise intentar cambiar la llanta), y se puso a trabajar. No fue nada fácil aflojar las 4 tuercas que sostienen la llanta, y requirió de un gran esfuerzo de mi esposo el poder quitarlas. Sin embargo, sí lo pudo hacer y a los 15 minutos ya estaba todo listo: llanta de refacción en su lugar, llanta ponchada en la cajuela y los dos rumbo a la vulcanizadora a resolver el misterio de por qué se había quedado sin aire la llanta.
La visita a la vulcanizadora fue como una visita a un lugar místico mágico donde las cosas se hacen rápido y de manera efectiva. Un señor inspeccionó mi llanta y después de un extraño ritual donde la sumergió en agua identificó la falla y nos dio el diagnóstico: ¡un tornillo ponchó la llanta!
El señor (¿vulcanizador?) sacó el tornillo, le puso un parche a la llanta, y ahí terminaron todos nuestros problemas. Trabajan bien en esa vulcanizadora que no recuerdo cómo se llama, pero queda sobre Paricutín casi con Ayutla, unas dos cuadras después del canal 12. Y lo mejor es que cobraron barato.
Para celebrar que ya no había problemas, fuimos al establecimiento elotero llamado Tocumbo que está en Garza Sada. Estaba yo muy alivida porque esa noche Pedro y yo debíamos ir al aeropuerto a recoger a mi mamá y a mi hermana, y me reconfortaba saber que al menos problemas con las llantas, ya no iba a tener.
***
Cuando regresamos del aeropuerto, antes de pasar a la casa de mi mamá fuimos a cenar al Sanborns que está en Plaza Real. En cuanto encontramos estacionamiento, un cuate se nos acercó para pedirnos batería porque a su carro se le había acabado. El chavo nos dijo que ya tenía como 30 mn tratando de que alguien lo ayudara y nadie lo pelaba. Claro que Pedro y yo no vimos ningún inconveniente en ayudarlo y le pasamos batería. Pronto el chavo ya iba camino a su casa, y yo me sentí bien, porque vi la cara de alivio del chavo cuando su carro arrancó.
Pensé que fue una fortuna que mi esposo hubiera estado cerca y hubiera sabido cómo ayudarme. A lo mejor que el cambiar una llanta es una cosa muy equis, pero agradezco que no tengo que depender de la bondad de los extraños.
Nomás de la de Pedro.